CARGA DE LA CABALLERÍA PESADA TEMPLARIA

CARGA DE LA CABALLERÍA PESADA TEMPLARIA

lunes, 2 de abril de 2012

LA SEGUNDA CRUZADA Y LA CABALLERÍA CRISTIANA



LA SEGUNDA CRUZADA

Sin duda éste es el punto culminante de tan brillante carrera.

Durante la Semana Santa del año 1146, los caminos de Borgoña vieron pasar hileras de peregrinos, llegados de toda Francia, que se dirigían a Vézelay. y en el día de Pascua, en la alta colina, con un paisaje maravilloso, la muchedumbre se apiñaba alrededor de la basílica, insuficiente para ellos. Hacia ya casi medio siglo que tras muchos sufrimientos, las barones de Godofredo de Bouillon habían conquistado Jerusalén. Pero después del triunfo del 14 de julio de 1099 se había visto claramente la fragilidad de tal conquista. El feudalismo había llevado a Tierra Santa, amenazada por el infiel, sus hábitos de indisciplina. A finales del año 1144, Zennni, gobernador turco de Mosul, se había apoderado de Alepo y había ganado a los cristianos Edesa, posición avanzada que vigilaba el camino hacia Mesopotamia. Su hijo Nureddin, al año siguiente, había recobrado la plaza liberada por poco tiempo y había hecho una gran matanza de habitantes. Al grito de dolor que llegaba de oriente, se conmovió la cristiandad y un gran movimiento de Cruzada levantó de nuevo las almas.

El rey Luis VII sueña entonces con una gran empresa que colocará su nombre entre el de los gloriosos; ¿no había jurado sobre unas reliquias hacerse cruzado? Quiere irse. Una primera asamblea, reunida en Bourges, le hace ver que el entusiasmo de la nobleza ya no es el del siglo pasado. Ahora se miden mejor los riesgos, y se sabe lo que cuesta en dinero y en sangre de héroes la gran aventura de oriente. Si a veces le faltaba prudencia a Luis VII, no le faltaba, sin embargo, valor. Les cita a todos en la colina de Vézelay y llama a san Bernardo en su ayuda.

El abad de Clairvaux es ciertamente partidario de la Cruzada y, como siempre, por razones profundas en relación con amplias miras espirituales. Pero tiene demasiado sereno el sentido para no considerar las dificultades. Pide una orden al Papa. Éste, Eugenio III, antiguo monje de Clairvaux, se agita entonces entre los motines populares y las intrigas nobiliarias de Roma. Tarda algún tiempo en aceptar, firma la bula y san Bernardo entra en acción. Lo que fue la llamada del santo, lo suponemos viendo los resultados. Las masas de peregrinos, conmovidas hasta el alma, reclaman el honor de cruzarse sin más tardanza. ¡Dios lo quiere! Faltó tela para las cruces que todos querían coser, en el acto, sobre sus vestidos. Bernardo tuvo que dividir su traje entre sus oyentes. Se vislumbra el desquite sobre los infieles, la definitiva instalación de los cristianos en Tierra Santa, tan sólidamente que el turco no podrá nunca más entrar en ella. Al igual que Urbano II, después del concilio de Clermont, Bernardo recorre las provincias para reclutar soldados: visita la Borgoña, Lorena, Flandes, manda aviso al conde de Bretaña;

«A instancias del señor rey y obedeciendo una orden del Papa, hemos ido a Vézelay durante las fiestas de Pascua. Allí, bajo la acción del Espíritu Santo, rey, príncipes y pueblos, todo el mundo se ha armado con el signo de la Cruz. Esta bendición se ha extendido a toda Francia, y todos, gustosos, acuden para recibir sobre su frente y hombros .la señal de salvación. Como vuestro país es fecundo en hombres valientes y ricos, en jóvenes aptos para las armas, conviene que os alistéis entre los primeros a esta santa obra y que forméis bajo las banderas del Dios vivo. Adelante, generosos soldados, ceñid la espada, no abandonéis a vuestro rey, el rey de los francos. ¿Qué digo? No abandonéis al Rey de los Cielos, para quien emprende aquél tan laborioso viaje.»

Parece ser que Eugenio III no pensó en una fuerza militar reclutada en otros lugares que no fueran Italia o Francia. Pero las circunstancias y el ardor de Bernardo ampliaron el primitivo proyecto. Habían avisado al abad de Clairvaux que un monje cisterciense llamado Rodolfo levantaba las poblaciones renanas en contra de los judíos. Allí fue para restablecer la calma. Aprovechando la ocasión de su estancia, tuvo la idea de invitar a Conrado III y a los alemanes a la Cruzada. El entusiasmo de los grandes señores fue débil, pero los caballeros pobres aceptaron combatir en Tierra Santa. Bernardo compareció en la dieta de Espira el 27 de diciembre, arengando a Conrado como lo habría hecho el mismo Cristo: «¡Oh, hombre!, ¿qué es lo que tenía que hacer por vos que no haya ya hecho?» Obtuvo que el soberano mandara el ejército germano, y le entregó el estandarte sagrado. Mientras tanto, en Saint-Denis, Eugenio III entregaba a Luis VII el bordón de peregrino.

La Cruzada va a iniciarse de nuevo y Bernardo la concibe como una ofensiva general de la cristiandad contra los infieles y paganos. Intenta arrastrar a Inglaterra, Bohemia, Baviera, Polonia, los Estados Escandinavos. ¡No debe combatirse solamente contra los infieles de Palestina! En la primavera de 1147, en Francfort, lanza a la nobleza germana en contra de los eslavos del este del Elba. Y en todo lugar la cristiandad combate por la fidelidad. Es la época en que Alfonso Enríquez, ayudado por cruzados ingleses y flamencos, se apodera de Lisboa, Roger II de Sicilia se hace suyas las costas africanas de Trípoli hasta Túnez. Grandioso plan, sin duda ideado por Bernardo. Por desgracia, la cruzada oriental, pieza esencial de aquel conjunto, termina con un lastimoso fracaso.

Se admite difícilmente la irreflexión inconcebible con que fue concebida esta Cruzada; Luis VII y Conrado III, en vez de aunar sus fuerzas, actuaron cada uno por sí solo. El emperador quiso atravesar el Asia Menor; traicionado por los griegos, rodeado por los turcos, perdió en Dorilea las nueve décimas partes de su ejército. Bordeando el litoral, los franceses sufrieron también importantes pérdidas en la región de Latakyieh. Luego hubo un principio de escándalo provocado por la reina Leonor; en Antioquía, se negó a seguir adelante con su marido; las malas lenguas chismorrearon a gusto, pues el bello Raimundo de Aquitania, el propio tío de la joven dama, estaba precisamente en Antioquía, y Luis VII, a cuyos oídos llegaron tales rumores, se llevó a la fuerza a su esposa hasta Jerusalén. Llegados difícilmente a la Ciudad Santa, los dos soberanos, en vez de dirigirse en contra de Nureddin y reconquistar Edesa y Alepo, se dejaron alcanzar por las intrigas que llenaban aquella corte oriental y atacaron Damasco, cuyo gobernador había sido, sin embargo, buen amigo de los francos. Fracasaron, además, en su empeño. En aquel momento, Suger, que gobernaba en Francia en ausencia del rey, avisó a Luis VII de que, por bien de su Estado, sería oportuno que regresara sin más tardar. Los dos cruzados con corona se fueron, pues, de nuevo a Europa, sin haber hecho otra cosa que agravar la situación de los cristianos de Oriente.

Este fracaso fue para Bernardo un rudo golpe. Todos los enemigos que se había ganado por su intransigencia proclamaron en voz alta que él era el verdadero responsable, ya que había predicado la Cruzada. Tuvo que escribir una verdadera justificación de su conducta; consta en el De consideratione, que es en parte su testamento espiritual y donde ya hemos visto sus ideas sobre el papel de los Papas. Confesaba claramente su fracaso, añadiendo que no se le tenía que imputar a la Providencia, sino a las faltas de los cristianos y que así «las promesas de Dios quedaban intactas, ya que ellas no prescriben contra los derechos de su justicia».

En seguida, venciendo su aflicción, encuentra estas palabras admirables:

«Recibo gustoso los azotes de la maledicencia y las flechas envenenadas de la blasfemia, a fin de que no lleguen hasta Dios. Consiento en que me pierdan la consideración, con tal de que no toquen a su gloria».

Éste es el lenguaje de la perfecta humildad, del hombre que se ha entregado totalmente a Dios. Por otra parte, no desesperaba de aquel empeño cuyo primer intento acababa de terminar sin éxito. Suger pronto concibió la idea de una nueva Cruzada, de la cual hubiese sido jefe san Bernardo; la muerte del gran ministro deja en suspenso tal proyecto. Para la posteridad no cuenta tanto el desenlace de la Cruzada como la intención que había puesto en ella el santo. Si este hombre, que siempre tuvo miras tan amplias, la predicó con tanta fuerza, ¿cuál era la finalidad que perseguía? Se sabe ahora, y sobre todo después de los hermosos trabajos de René Grousset, lo que fueron las Cruzadas, y ya no se admite que hubiera sólo en su origen un fenómeno de exaltación popular. Aquellos entusiasmos sencillos sólo pudieron dar lugar a la catástrofe de la Cruzada de las pobres gentes. De hecho, aquellas expediciones suponían toda una retaguardia de arreglos, de intenciones políticas en que las miras más amplias y más espirituales podían mezclarse a pequeños cálculos a veces bastante impuros. El Papado, por una experimentada diplomacia, desempeñó un papel de primera importancia.

Pero para Bernardo la Cruzada es sólo la expresión de la cristiandad. Es un testimonio dado a la Comunión de los Santos. Es la manera de unir, incluso de identificar, en una gran gesta, Europa y la Iglesia de Cristo. y ésta es la idea-fuerza que dio el impulso a aquellas expediciones. Perdurará aún largo tiempo: sobrevivirá incluso al Renacimiento, puesto que los Papas soñarán en ello aún en el siglo XVI para repeler a los turcos de Europa. La misma idea expresará Juana de Arco en su célebre Carta a Bedford, cuando dice a los ingleses de cesar en la lucha fratricida, aquella guerra de secesión entre cristianos, para emprender con ella y sus franceses la gran obra común de reconquistar el sepulcro de Jesucristo.


UN CRISTIANISMO DE CABALLERÍA
En las diferentes maneras de actuar de san Bernardo que acabamos de ver, ¿no se revelan a la vez en él las dos cualidades contrarias en apariencia y, sin embargo, complementarias: un imperioso idealismo y un sano realismo? Consideraba la exigencia espiritual estrechamente ligada a un conocimiento claro y preciso de los hombres. Sus monjes tenían que constituir la vanguardia de las tropas que servían a Dios y a la Iglesia; creía que los laicos también debían estar animados por el mismo ideal y las armas al servicio de la fe.

Cuando se ve vivir y actuar a Bernardo de Clairvaux, se presenta al espíritu una comparación: se nota en él un parecido asombroso, una afinidad profunda, con las grandes figuras en las cuales se ha encarnado en la acción el más alto ideal de la Edad Media; el monje blanco «que sólo tenía como armas las lágrimas y las oraciones» se nos muestra de un mismo linaje que un Godofredo de Bouillon o un san Luis. El hijo del señor de Fontaines no pierde nunca de vista el ideal que heredó de sus antepasados; bajo la cogulla del cisterciense, sus contemporáneos descubren la invisible armadura del caballero.

Varios hechos de su vida demuestran esta afinidad. Hemos visto que Suger pensó en confiarle el mando efectivo de una Cruzada; no habría sorprendido a ninguno de sus contemporáneos. Se le pidieron consejos para los preparativos estratégicos de la segunda Cruzada, consejos que ni Luis VII ni Conrado III siguieron. El fue también el que indicó a los príncipes alemanes la necesidad, para la cristiandad, de romper la amenaza de las tribus vándalas, aún paganas. Por otra parte, todo el cristianismo que predica es enérgico, conquistador; tiene algo de militar. La forma en que se dirige a María, la exquisita evocación de «Nuestra Señora», de la que se sirve al dirigirse, es un término del lenguaje feudal; se considera siervo de la Virgen y la sirve como un vasallo a su señor.

San Bernardo intentó encarnar este cristianismo viril, Soñó una orden que sería su viva realización en medio de la sociedad de su época: fue la orden del «Temple». En el concilio de Troyes, en 1128, al cual Honorio II quiso que asistiera Bernardo para que aportara su luz, fue encargado de fijar las bases de aquella milicia cuya misión sería la de defender Tierra Santa de las acometidas de los infieles. Hizo redactar los estatutos y escribió aquel Elogio de la nueva Caballería, en el que comenta con ardor el ideal de aquellos soldados de Cristo. El hábito blanco de los templarios recordaba asimismo que habían nacido del linaje de Citeaux. Sólo se añadió después la gran cruz roja. Al contrario de aquella caballería criticada por Bernardo, los monjes guerreros tenían que vivir como «pobres soldados de Cristo» en la renuncia y en la ascesis. Los escudos más antiguos de los templarios representaban dos caballeros montados en la misma cabalgadura, para recordar la virtud de la pobreza.

De esta forma, según san Bernardo, la caballería habría encontrado su expresión más total en unos hombres que representarían al mismo tiempo el más alto ideal temporal de la época: el del soldado intrépido dispuesto siempre a morir por la causa que sirve, y el más alto ideal espiritual del cristiano. La «nueva milicia» hubiera sido el elemento más perfecto, más actuante, de la sociedad, ya que en ella se hubiera realizado la unión de lo sagrado con lo profano. Al servicio de la Iglesia, y en particular de las grandes causas del Papado, aquella milicia hubiera sido de una eficacia extraordinaria.

Es sabido lo que ocurrió a la orden del Temple; cómo se convirtió en la especialista de la banca, cuyas encomiendas sirvieron de cajas de caudales; cómo concedió préstamos a los reyes y cómo su honradez comercial no estuvo siempre limpia de toda sospecha. De esta manera se degradan las cosas de los hombres. La tragedia en que se hundió la poderosa orden está rodeada de demasiados misterios para poder tener de ella una opinión imparcial. Debe hacerse, sin embargo, una observación: es el propio rey Felipe el Hermoso el que, en la triste historia del atentado de Anagni, dio la señal de rebelión de las potencias laicas contra la supremacía del espíritu e hizo pedazos aquella «milicia de Cristo», la cual, caída de su primitiva pureza, no dejaba por ello de ser el símbolo vivo de la fuerza sometida al espíritu. Los tiempos habían cambiado; las dos ideas principales del santo de Clairvaux estaban en ruinas y la época moderna se dibujaba en las tinieblas del futuro.

Los historiadores no insisten demasiado sobre este episodio de la vida de Bernardo. Sin embargo, podemos preguntarnos si no fue uno de los más fundamentales. En todo caso, ha tenido gran importancia para la leyenda que se formó, apenas muerto, alrededor de esta gran figura. En el ciclo de la «Búsqueda del Grial» es muy probable que los principales temas provengan de la tradición templaria. El caballero del Santo Grial, puro y desinteresado a la vez que heroico, ¿no es la literal expresión de «la nueva milicia» que había definido Bernardo? En el poema de Wolfram de Eschenbach, en una parte que está de acuerdo con la obra del poeta francés Guyot, Parsifal se convierte en rey de los templarios. El autor no cesa de admirar la orden del Temple y hace decir al ermitaño Trevizent: «¡Bienaventurada la madre que da a luz un hijo para tal servicio!» Muchos comentaristas se han preguntado si el prototipo de Galaad, el caballero ideal, el paladín sin tacha, no era Bernardo de Clairvaux.

Recordemos también que en el canto treinta y uno del Paraíso, para guiar a Dante en las regiones últimas de la eterna felicidad, Beatriz cede el sitio a «un anciano vestido al igual que la gloriosa familia». ¿Vestido al igual que la gloriosa familia? Se ha discutido si se trata de un término general aplicado a los Elegidos o más bien del hábito cisterciense o del manto de los caballeros del Temple, igualmente inmaculados. Pero algunos piensan que Dante pertenecía a alguna de las secretas tradiciones que sobrevivieron a la desaparición de los templarios. En todo caso, el guía que señala es el abad de Clairvaux.

«Para que realices perfectamente tu viaje», dice el anciano, «una oración y un santo amor me han llamado hacia ti. Con tus miradas, vuela por este jardín, pues al contemplarlo, tu mirada se llenará de más fuerza para elevarte hacia las alturas del divino rayo. Y la Reina de los Cielos, por quien me siento inflamado de amor, nos dará la gracia, ya que soy Bernardo, su siervo».

No hay comentarios: