En la antigüedad clásica, los templos estaban dispuestos con la puerta de entrada hacia el Este, de forma que, con la salida del Sol, los rayos de luz iluminaran la estatua del dios custodiada al fondo del santuario.
Con la llegada del cristianismo, las primeras iglesias continuaron esta tradición, aunque tras el Concilio de Nicea se estableció que fuera el ábside el que estuviera orientado a la salida del Sol; de este modo, cuando iniciaba su ascenso, los rayos solares entraban a través del ábside iluminando el altar y los fieles podían ver la imagen rodeada de un halo de luz.
Sin embargo el tema era más complicado: el este varía a lo largo del año en algunos grados y según la latitud. La construcción estaba hecha de tal manera que los rayos del sol recorrieran longitudinalmente la nave de la iglesia el día del santo, o la conmemoración, a la que estuviera dedicado el templo.
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