El 23 de enero de 1932, a las once de la noche, el presidente de la República, Manuel Azaña, hizo llegar al entonces ministro de Justicia, Fernando de los Ríos, el documento en virtud del cual se ordenaba la «disolución en territorio español de la Compañía de Jesús».
El decreto,estipulaba la propiedad estatal de todos los bienes de los
jesuitas, a quienes daba un plazo de diez días para abandonar la vida
religiosa en común y someterse a la legislación. No era la primera vez
que la Compañía de Jesús sufría una expulsión en España.
La disolución de
los jesuitas ponía el punto y aparte a una situación de persecución
contra la Iglesia que comenzó a fraguarse nada más instaurarse la II
República. Esta etapa tuvo su punto culminante con la aprobación del
artículo 26 de la Constitución republicana -que declaraba disueltas
aquellas órdenes religiosas que impusieran, «además de los tres votos
canónicos, otro especial de obediencia a una autoridad distinta de la
legítima del Estado»
La ejecución del
decreto afectó a los 3.001 jesuitas españoles, además de los 621 que
estudiaban en el extranjero. «De golpe y porrazo», constata el jesuita
Alfredo Verdoy, se clausuraron 80 casas de la Compañía en España,
echaban el cierre todos sus centros educativos y obras sociales y sus
estudiantes se exiliaban a Bélgica e Italia.
Sin embargo,
no fueron pocos los jesuitas que, desafiando el orden establecido,
optaron por permanecer en España. La revista de los jesuitas en Castilla
recordaba, en junio de 2004, cómo todos ellos hubieron de «refugiarse
en un régimen de clandestinidad en diversos pisos», conocidos como
«Coetus», donde continuaron ejerciendo su ministerio.
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