CARGA DE LA CABALLERÍA PESADA TEMPLARIA

CARGA DE LA CABALLERÍA PESADA TEMPLARIA

domingo, 1 de julio de 2012

LAS NAVAS DE TOLOSA (ESTRATEGIA)




LAS NAVAS DE TOLOSA: EL FIN DEL PODER ALMOHADE EN LA PENÍNSULA

Corría
el año 1195 cuando cerca de la fortaleza de Alarcos las tropas castellanas de Alfonso VIII, con la caballería pesada al mando de don Diego López de Haro, unidas a los freyres de la Orden de Santiago y Calatrava sufrieron una estrepitosa derrota frente a las fuerzas almohades comandadas por el califa Abu Yaqub al-Mansur, que moriría en la refriega pero que a pesar de todo lograría conducir a sus guerreros a la victoria gracias a la agilidad y certeza de sus temibles arqueros
Agzaz.
Alfonso VIII de Castilla

Después de Alarcos Castilla no tenía nada que oponer a la furia africana. Los almohades asaltaron la plaza fuerte de Calatrava, cuya guarnición pasaron a cuchillo, y alcanzaron en sus correrías hasta las puertas de Toledo y Madrid. La línea del Tajo apenas podía contenerlos. Sin embargo el prolongado esfuerzo de uno y otro bando y los aconteceres de la política interior del imperio almohade aconsejaron pactar. En 1197 Castilla y el Miramamolín (en árabe Amir ul-Muslimin, o "Principe de los Creyentes", era el título oficial de los califas almohades) concertaron una tregua de diez años.

Durante este período Alfonso VIII se ocupó de ajustar cuentas pendientes con el rey Sancho el Fuerte de Navarra, su ancestral enemigo que amenazaba las fronteras septentrionales del reino de Castilla para intentar ampliar su cada vez más rentringido territorio y a quien Alfonso (libre temporalmente de la amenaza almohade) obligó finalmente a firmar la paz. De esta manera, durante los primeros años del siglo XIII el rey de Castilla va a vivir una tensa calma durante la cual estrecha sus lazos de amistad con el vecino reino de Aragón, rumia la venganza de Alarcos contra el Miramamolín almohade y teme, sobre todo, un ataque combinado de navarros y leoneses (por entonces el reino de León estaba separado del de Castilla y gobernado por Alfonso IX) si concentra sus tropas en el Sur...
Para conjurar estos temores Alfonso necesitaba una bula papal que declarase la Cruzada contra los almohades, cosa que consiguió del papa Inocencio III (notable protagonista de esta época, al que veremos intervenir en siguientes ocasiones)  ordenando a los reyes cristianos que aplazaran sus discordias personales en favor de la magna empresa común y amenazando con excomulgar a quien atacase al reino de Castilla mientras su tropas marchasen contra los infieles. Convocada, pues, la Cruzada contra los almohades, los reyes de León y Navarra nada pudieron hacer contra Alfonso de Castilla, y aún el rey Sancho el Fuerte prometió a regañadientes prestar su ayuda al castellano en la gran confrontación que se preparaba.
Porque al mismo tiempo los almohades iban moviendo también sus piezas. En 1211 el Miramamolín Muhammad an-Nasir, un joven de treinta años rubio, de ojos azules, tartamudo, inteligente, avaro e hijo del califa muerto en Alarcos, llegaba a la península desde Marrakech, al frente de un ejército descomunal (las crónicas hablan de más de 100.000 hombres), dispuesto a doblegar a los cristianos de una vez por todas. Tras asediar y tomar la fortaleza de Salvatierra, regresó a Sevilla e intensificó los preparativos guerreros. Aún pasaría un año, no obstante, antes de llevarse a cabo la gran batalla que ya se anunciaba, tiempo durante el cual Alfonso VIII de Castilla llegó a hacer incursiones incluso por Levante y perdió a su joven hijo, el príncipe Enrique I, en un accidente fortuito a los doce años, lo cual le llenó de tristeza e hizo que concentrase aún más sus esfuerzos en la campaña contra los musulmanes.
La Cruzada convocada por Inocencio III atrajo en la primavera de 1212 a decenas de miles de aventureros, caballeros de fortuna y nobles de toda ralea y estirpe que conforme se iban aproximando a Toledo (lugar de concentración de las tropas cristianas) cometían asaltos, tropelías y abusos sin cuento sobre la población castellana, llegando incluso a asaltar la judería toledana, causando miles de víctimas. Al frente de los cruzados ultramontanos se encontraba el fanático arzobispo de Narbona, Arnault Amauric, otro protagonista al que también veremos actuar en Occitania al año siguiente. Y entre los numerosos caballeros ultrapirenaicos llegados al llamamiento de la Cruzada encontraremos también al conde Raimundo VI de Tolosa, que acompañará a su cuñado el rey don Pedro II el Católico de Aragón y sus respectivas mesnadas, que serían precisamente los primeros contingentes en acudir al encuentro de los castellanos en Toledo. El último en llegar sería Sancho de Navarra, con un pequeño pero bien entrenado y aguerrido contingente de caballeros.
Partidos los cristianos de la ciudad del Tajo, se dirigieron hacia el sur al encuentro de los almohades, pero tras los desmanes producidos por los cruzados en Malagón, el pacto establecido entre Alfonso VIII y el alcaide de la fortaleza musulmana de Calatrava prometiendo protección a los pobladores frente a la soldadesca extranjera indignó a los ultramontanos, que abandonaron en masa al ejército cristiano para regresar a Francia o seguir cometiendo tropelías por tierras castellanas, todo ello a pesar de las reconvenciones, amenazas e insultos del arzobispo Amauric. Finalmente las tropas castellanas, navarras, aragonesas y los escasos ultramontanos que restaban en las filas cristianas alcanzaron los pasos de Sierra Morena, que habían sido convenientemente ocupados y controlados por las fuerzas del Miramamolín, haciendo imposible el acceso al Valle del Guadalquivir.
El abad cisterciense y arzobispo de Narbona Arnaud Amaury

Los cristianos necesitaban un milagro y el milagro ocurrió. Al menos eso sostiene la tradición. Ante Alfonso VIII se presentó un pastor que decía conocer un paso seguro que los almohades no vigilaban. Nada se perdía con probar. Don Diego López de Haro y un destacamento de exploradores acompañaron al rústico que los llevó primero hacia el oeste y luego hacia el sur, a través de los actuales parajes del Puerto del Rey y Salto del Fraile. Así fueron a salir, esquivando los relieves más comprometidos de aquellas montañas, a la explanada de la Mesa del Rey, donde se establecieron. Don Diego López de Haro comunicó al rey que el paso del pastor era perfecto, justamente lo que necesitaban. En cuanto amaneció el día siguiente, el grueso del ejército levantó el campamento y fue a acampar en la Mesa del Rey.
Por fin se encontraban los dos inmensos ejércitos frente a frente sin obstáculo natural que los separase. Perdida su ventaja inicial, Al-Nasir decidió plantear la batalla lo antes posible para evitar que los cansados cristianos y sus caballos se repusieran de las fatigas de la caminata. Formó pues a su ejército en orden de combate, se situó favorablemente sobre el terreno y envió columnas de caballería y arqueros para que hostigaran a los cristianos en sus posiciones. Pero los reyes cristianos no mordieron el anzuelo y la actividad bélica de la jornada se redujo a pequeñas escaramuzas sin importancia.

Al día siguiente, domingo, 15 de Julio los almohades amanecieron formados en orden de combate y se mantuvieron de esta guisa hasta mediodía, pero los cristianos eludieron nuevamente el encuentro y se contentaron con escaramuzar. Los adalides de uno y otro bando analizaban la fuerza y disposición del adversario y tomaban las medidas oportunas para asegurarse la mejor fortuna en la batalla campal que se avecinaba.
Pocos conseguirían conciliar el sueño en los campamentos de las Navas la noche del día 15 de Julio de 1212. Unos y otros contemplarían el parpadeo de las luces del campamento enemigo mientras esperaban impacientes la amanecida del día decisivo. Todavía era de noche cuando en el campamento cristiano circuló la orden de prepararse para el combate. Pasaron los clérigos administrando la absolución a los cruzados que aprestaban arreos y armas.

Cuando clareo el día ya se habían desplegado las fuerzas. En el campo cristiano tres cuerpos de ejército dispuestos en línea ocupaban la llanura. El central estaba formado por las tropas de Castilla; a su izquierda, las de Aragón con Pedro II al frente y a la derecha los navarros de Sancho el Fuerte. Las dos alas habían sido forzadas con tropas de varios concejos castellanos. Cada uno de estos cuerpos estaba a su vez dividido en tres líneas ordenadas en profundidad.

La vanguardia del cuerpo central, que sería el eje de la lucha, iba mandada por el veterano don Diego López de Haro. En la segunda línea se ordenaban los caballeros templarios, al mando del Maestre de la Orden, Gómez Ramírez; los caballeros hospitalarios, los Santiaguistas de Uclés y los de Calatrava
En la retaguardia iba Alfonso VIII acompañado por el arzobispo de Toledo don Rodrigo Ximénez de Rada y otra media docena de obispos castellanos y aragoneses y probablemente también por el arzobispo de Narbona. Los nobles caballeros y freires de las órdenes militares eran guerreros profesionales y se hacían acompañar de peones y servidores igualmente experimentados, pero a las tropas de los concejos, aportadas por las ciudades castellanas, les faltaba experiencia guerrera y entrenamiento. Por eso se había dispuesto que combatieran mezcladas con las tropas profesionales. De este modo la calidad sería más homogénea y la infantería y la caballería se prestarían mutuo apoyo.

El ejército almohade presentaba también tres cuerpos: en el primero un núcleo de tropas ligeras; en el segundo, el heterogéneo conjunto del ejército integrado por voluntarios de todo el dilatado imperio, incluyendo a los contingentes de al-Andalus; en la retaguardia, los almohades propiamente dichos ocupando la ladera del cerro de los Olivares en cuya cima Al-Nasir había plantado su emblemática tienda roja, en el centro de una fortificación de campaña construida por una amplia empalizada de troncos unidos y reforzados por cadenas. Este ingenio desempeñaba el papel de las alambradas en la guerra moderna. Defendía la empalizada una nutrida guardia de voluntarios armados de picas, arcos y hondas. Es de notar que muchos de éstos estaban atados por los muslos y enterrados hasta las rodillas. Eran los fanáticos imesebehlem ("desposados") de Al-Nasir que, sentado sobre su escudo a la puerta de la tienda, leía el Corán e impetraba la protección de Alá en el apurado trance de aquella batalla decisiva
Conviene decir unas palabras a propósito de este extraño y legendario contingente de guerreros. Los componentes de la guardia del palenque no eran, como sostiene la tradición historiográfica cristiana, desgraciados esclavos negros encadenados unos con otros para evitar su huida y obligados a combatir hasta la muerte. Más probablemente se trataba de fanáticos voluntarios que, ligados por un juramento, ofrecían sus vidas en defensa del Islam y se hacían atar por las rodillas para asegurarse de que se sacrificarían llegado el caso. La de los imesebehlem es una institución que ha perdurado hasta nuestros días. Escribe Huici: "Los franceses han sido muchas veces testigos de su valor en las campañas argelinas. En 1854 dos columnas francesas penetraron en la Gran Cabilia y encontraron soldados desnudos hasta la cintura, vestidos tan sólo con un calzón corto y atados unos a otros por las rodillas para no huir: eran los imesebehlem a quienes había que rematar a bayonetazos sin conseguir que se rindiesen"

Pero entonces... ¿Cuantos combatientes se enfrentaron en las Navas de Tolosa? Los cronistas árabes hablan de seiscientos mil guerreros musulmanes y de una innumerable muchedumbre de cristianos. Los cristianos se refieren a casi doscientos mil jinetes musulmanes y la consabida infinita muchedumbre de peones. Modernos estudiosos de la batalla cifran los efectivos almohades entre 100.000 y 150.000 combatientes (probablemente el primer número se más exacto que el segundo) y los cristianos entre 60.000 y 80.000. Incluso admitiendo las cifras más modestas, hemos de reconocer que el choque debió ser de los más espectaculares y sangrientos de la historia medieval

En general puede decirse que los cristianos estaban mejor armados que los musulmanes, especialmente en lo tocante a armamento defensivo: escudos, cotas de malla y yelmos de metal o cuero. El ofensivo abarcaba una amplia panoplia: lanza, espada, cuchillo, maza o hacha, alabarda, arco y honda. Por la parte almohade el armamento defensivo se limitaba prácticamente al escudo. Sus peones iban provistos de lanzas y espadas, azagayas, arcos y hondas. El predominio de las armas arrojadizas en el campo musulmán se refleja en las enormes reservas de flechas y venablos que cayeron en manos de los cristianos. El arzobispo de Narbona calculó que dos mil acémilas no serían suficientes para transportar las cajas de flechas encontradas.

La táctica empleada por los ejércitos almohade y cristiano se basaba en concepciones del arte militar diametralmente opuestas y ambas igualmente eficaces. Por la parte cristiana, Alfonso VIII había tenido mucho tiempo para meditar sobre las enseñanzas de Alarcos. Además conocería las contramedidas que los cruzados habían desarrollado en Siria y Palestina para hacer frente a similares tácticas musulmanas. Frente al formidable bloque de la caballería cristiana que cargaba frontalmente en compacta formación, los musulmanes oponían tropas ligeras capaces de dispersarse ágilmente en todas direcciones, hurtando el blanco a la acometida enemiga, para luego agruparse y desplazándose rápidamente, envolver el enemigo y devolver el golpe en sus puntos vulnerables, la retaguardia y los flancos. Algo parecido ocurrió en Alarcos: los almohades desorganizaron las tropas de los concejos que formaban las alas del ejército castellano y rodearon al núcleo de la caballería atacándolo por los lados. Por eso, en las Navas, Alfonso VIII dispuso que los concejos combatieran mezclados con guerreros profesionales, freires o caballeros. Además reforzó convenientemente los bordes exteriores de las alas. Hemos de pensar, en definitiva, que en Las Navas de Tolosa se enfrentaron la agilidad y la destreza musulmanas frente a la potencia y la contundencia cristianas, dando como resultado la victoria de estas últimas.

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